El
silencio reinaba en cada rincón. Una leve brisa de verano acunaba las calles y
sólo la luz cálida de las farolas dejaba ver las casas cerradas. La noche
callada dejaba paso al arrullo de las olas en la playa. La calma. Esa sensación
de alivio peligroso, el efecto calmante antes de una fuerte sacudida. El
silencio. Opaco e inquietante.
La
madrugada escondía unos pasos decididos sobre el empedrado de la calle. Ya
habían cruzado el pueblo en alguna ocasión, y tenían que volver de nuevo. Una
vez más. Pasada la esquina debía encaminarse calle abajo.
Una pequeña
puerta de madera rojiza algo estropeada por el salitre del mar. Unas cortinas
blancas con delicada puntilla escondían el interior. Los pasos se detuvieron
junto al umbral y esperaron.
La puerta no tardó en abrirse.